Fue ponerme a mi
bebé y comenzar a dolerme el pecho. Más el
izquierdo que el derecho. No sé por qué. Durante el
embarazo me había estado aplicando una de las mejores cremas del mercado
para el cuidado del pezón y la prevención de las grietas. Se suponía que no
iban a aparecer. Pero aparecieron.
Comenzaron a
salir en el hospital. Cada vez que mi bebé mamaba, el dolor era más fuerte. Las
primeras horas, además, estaba acompañado de un dolor en el útero, que si no es
porque sabes que “es bueno”, acabarías pensando que algo va mal.
Mi mente me
decía que tenía que ponerla al pecho, que esas primeras horas eran vitales para
la “subida” de la leche. Pero mi cuerpo se negaba, era como si huyera de
aquello que le producía dolor. Afortunadamente la mente ganaba la partida,
ayudada por el instinto y el amor de madre.
Cuando llegamos
a casa, al tercer día, el pezón izquierdo sangraba un poco, con lo cual rehuía
a ponerla de ese lado. Al cabo de las horas, se vaciaba más el derecho a la vez
que se llenaba más el izquierdo. Me la ponía entonces “un poquito” del lado que
más me dolía, pero sólo para vaciarlo un poco, y venga otra vez a empezar. Al séptimo día las grietas eran tan
grandes y sangraban tanto que me fui al centro de salud. Temía que el dolor
ganase la partida y que por evitarlo, abandonase mi empeño en amamantar de
forma exclusiva.
Las recomendaciones
médicas fueron varias, como una crema antigrietas que no tenía que
quitarme antes de dar el pecho o unas pezoneras de silicona para
protegerlo, que a otras madres les ha funcionado. Pero la recomendación que yo
seguí fue la siguiente: poner a mi bebé a mamar “más” del pecho agrietado que
del que no tenía grietas, aunque suene raro, y tras cada toma, masajear la zona
con mi propia leche.
¡Pero si me sale
sangre! Le dije a la enfermera, y su respuesta fue: “no hay nada más nutritivo
para tu bebé que las proteínas de su madre”. Poner a mi bebé en posición correcta y no lavar el pecho después de cada toma sino sólo durante la
ducha diaria, también ayudó.
Así pasamos unos
7 días más, o sea, alrededor de 15 días duró aquella tortura. Cerraba los ojos,
aguantaba la respiración, tragaba grueso, se me salían las lágrimas, ponía cara
de pocos amigos… pero el dolor fue cada vez a menos, y milagrosamente las
grietas también fueron desapareciendo. Era cuestión de “resistir” un poco y
mantener la constancia. Cuando no hubo grietas, las dos fuimos más felices.
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