En la primera consulta, la enfermera me aconsejó
que pesara a mi bebé cada semana para saber si iba ganando peso. Pero me dijo
que lo hiciera de una forma singular: en la misma balanza, el mismo día de la
semana, a la misma hora y, a poder ser, con la misma ropa. Me advirtió que si
no lo hacía de esa manera, la diferencia podían ser cientos de gramos, restando
fiabilidad al resultado. Y para demostrármelo, pesó el pelele de mi bebé: ¡120
gramos! Todo un mundo a esos niveles.
Sin
ánimo de convertirlo en obsesión, sino más bien en una medida de orientación, durante
los tres primeros meses, he pesado a mi bebé cada lunes, alrededor de las 12
del mediodía, en la misma farmacia y con la misma ropita. Los resguardos me
sirven para llevar un control, repito, a modo orientativo, y para decirle con
certeza a la pediatra y la enfermera cuánto ha aumentado en cada momento. Desde
los cuatro meses lo hago regularmente.
La teoría (y las abuelas) dice que los
bebés deben aumentar un kilo por mes, o lo que es lo mismo, 250 gramos a la
semana. Pero la práctica dice otra cosa, y ni todos los bebés son iguales, ni
tienen por qué seguir esa regla. De hecho, la primera parte de mi Máxima 2 lo
dice muy claro: si gana peso, vamos bien. Y ganar no significa 250 gramos
exactos, con que gane 50 es suficiente. Incluso, ya el hecho de que no pierda,
también es una forma de ganar. Y es aquí cuando se aplica la segunda parte de
la Máxima 2: si crece y sonríe, vamos bien.
En tres meses, la mejor de las semanas,
mi bebé aumentó 410 gramos. La peor, 90 gramos. Las primeras semanas
ganó muchísimo, pero conforme fue creciendo la proporción no siguió la misma
tendencia. A veces estaba por encima de la media, y otras por debajo. Eso sí, lo
que nunca sucedió fue que perdiera peso. Y siendo así, ¿quién no es feliz?
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